Monday, May 08, 2017

“Un Obispo vestido de Blanco”—El Beato Romero y Fátima


AÑO JUBILAR por el CENTENARIO del BEATO ROMERO, 2016 — 2017:




#BeatoRomero #Beatificación
Las conmemoraciones este año de los centenarios de las apariciones de la Virgen de Fátima y del nacimiento del Beato Óscar Romero, Obispo y Mártir de El Salvador, ponen en relieve lo que ha sido un siglo de una Iglesia de Mártires.  Como explicaba el cardenal Ratzinger (después Papa Benedicto XVI), en el “tercer secreto” de Fátima, “vemos a la Iglesia de los mártires del siglo apenas transcurrido”.   Según la interpretación oficial, el mensaje de Fátima recomienda a la Iglesia oración y penitencia para afrontar retos como la I y II Guerra Mundial y la Guerra Fría.
Pero la lectura de Fátima se encarna en la vida de Mons. Romero, nacido en 1917 en medio de las apariciones marianas en Portugal ese año, y situado por las circunstancias en los grandes escenarios de esa profecía.  La Iglesia de 1917 es reconocible, pero diferente a la actual: Ni Juan Pablo II ni Benedicto XVI, ni mucho menos el Papa Francisco, habían nacido todavía.  La primera guerra mundial estaba devastando Europa. El Papa Benedicto XV había publicado un plan de siete puntos, plasmado en su exhortación apostólica «Dès le Début», para buscar la paz. Estos eran días en que el Papa era un prisionero en el Vaticano.
El Tercer Secreto revelado por la Santísima Virgen a los pastorcitos de Fátima el 13 de julio de 1917 habla de “un Obispo vestido de Blanco” que atravesará “una gran ciudad medio en ruinas y medio tembloroso con paso vacilante, apesadumbrado de dolor y pena, rezando por las almas de los cadáveres que encontraba por el camino”, asesinado ante una gran cruz “por un grupo de soldados que le dispararon varios tiros de arma de fuego y flechas”.  Un mes más tarde, en la Fiesta de la Asunción de la Virgen, nacerá en un pequeño país lejano, el único en el mundo con el nombre del Divino Salvador, un niño que llegará a ser el primer obispo asesinado en el altar en más de ocho siglos.
Cuando explotó la Segunda Guerra Mundial, Óscar Romero estaría en Roma de seminarista, donde pasó seis años, varado en la Ciudad Eterna por causa del conflicto.  Europa y casi todo el mundo eran un puro incendio durante la segunda guerra mundial”, recordaría Romero años después. “El temor, la incertidumbre, las noticias de sangre sembraban ambiente de pavor”, dijo entonces.  Romero vio—de cerca—la cara de la guerra: “Las sirenas anunciaban casi todas las noches incursiones de aviones enemigos y había que correr a los sótanos; dos veces no sólo fueron anuncio, sino que los suburbios de Roma fueron acribillados por horribles bombardeos”.  Vivió también el hambre y la pobreza.
 Viajando de regreso a su patria, Romero fue detenido en un campo de concentración en Cuba.  La alimentación era muy deficiente”, dice Gaspar Romero, el hermano menor del Beato; “Óscar adelgazó muchísimo” y fue obligado a hacer “trabajos forzados”, escribe María López Vigil, “lavando inodoros, lampaceando, barriendo”.  Romero estuvo detenido en la isla por tres meses antes de poder regresar a su país.
A pesar de estos inconvenientes, Romero fue testigo de la resistencia espiritual de la Iglesia ante el afán de poder de los fuertes.  La palabra serena del Vaticano en medio de las borrascas de la política y de los grandes errores, ha hablado muy claro al que quiere oír”, reflexionó Romero después de la Segunda Guerra Mundial, ya de regreso en su país.
Romero también encarnó la realidad que vino después de la guerra mundial, que fue el conflicto perenne de la Guerra Fría, y cuando su país se convirtió en escenario principal de este conflicto global, Romero vivió aquello que el Cardenal Ratzinger describió como la profecía de Fátima: “el siglo pasado como siglo de los mártires, como siglo de los sufrimientos y de las persecuciones contra la Iglesia, como el siglo de las guerras mundiales y de muchas guerras locales que han llenado toda su segunda mitad y han hecho experimentar nuevas formas de crueldad”.
Romero en un ícono de los “Nuevos Mártires” en Roma.
A todo esto, podríamos agregar que Romero aporta otra dimensión esencial para la Iglesia que muchas veces se deja afuera del legado de Fátima: a Romero le toca vivir en carne propia el compromiso del Concilio Vaticano II, y se convierte, según Mons. Vincenzo Paglia, el postulador de su causa, en el primer mártir del Concilio.  Según Paglia, “el martirio de Monseñor Romero es el cumplimiento de una fe vivida en su plenitud; una fe que emerge con fuerza en los textos del Concilio Vaticano II”.  Para Paglia, Romero es
el primer testimonio de una Iglesia que se mezcla con la historia de un pueblo con el que vive la esperanza del Reino … entre los primeros en el mundo que trató de traducir las enseñanzas conciliares sobre la historia concreta del continente, teniendo el valor de tomar una opción preferencial por los pobres, y de dar testimonio, en una realidad marcada por profundas desigualdades, a la vía del diálogo y la paz.
Para Romero, Fátima era sinónimo de martirio, “y al encuentro de esta Iglesia peregrina dispuesta al martirio, al sufrimiento, sale María para decirnos en la visión del Apocalipsis, que ella es el signo de las almas valientes, de las almas que no traicionan su fe, de las almas que están dispuestas como las que aquí han salido a su encuentro, al martirio si fuera necesario” (Homilía sobre Fátima del 15 de mayo de 1977).  Ese martirio es causa de esperanza, predica el Beato Romero: “hermanos, yo les digo: no nos aflijamos, sintamos la alegría, el espíritu de la valentía, nuestra entrega a Dios. Cuanto menos encontremos el apoyo en las cosas de la tierra, mayor será la protección de Dios” (compárese Ratzinger: “una Iglesia sufriente, una Iglesia de mártires, se convierte en señal orientadora para la búsqueda de Dios por parte del hombre”).
El mensaje de Fátima se convierte, en el análisis final, en el mensaje de Romero.  ¡Penitencia, Penitencia, Penitencia!”, clama el Ángel de Fátima.  Y Romero: “Haced penitencia, convertíos, dejad los malos caminos. Qué oportuno es salir en esta hora a todos los caminos de la patria, donde encontramos tanto odio tanta calumnia, tanta venganza, tanto corazón perverso, para decirles: ‘convertíos’.”  Así predicaba Romero en 1977, y ese mismo mensaje siguió siendo su catequesis, que seguía implorando en marzo de 1980: “¡Haced penitencia, convertíos!  Hermanos, si alguna vez vale esta observación del Señor, aquí en nuestra patria, cuando la vida está en peligro por todas partes, es este momento: ¡convertíos!” (Hom. 9 marzo 1980.)
Lo demás es historia.  De esta manera, los cien años de Romero corren paralelamente con el siglo que ha vivido la Iglesia desde la revelación de Fátima.  Sin embargo, sería un error pensar que las dos cosas se refieren a un capítulo cerrado.  Al contrario, la tendencia apunta a una realidad de martirio, persecuciones y conflictos que siguen ardiendo, y un compromiso social de la Iglesia, y disponibilidad al martirio, que va profundizando.

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